CIUDAD
DE MÉXICO, 15 Agosto 2016.- Imaginemos que murieron o desaparecieron todos los
habitantes de una ciudad como Colima o Chilpancingo. Según el recuento que hace
el Observatorio Nacional Ciudadano de las cifras del Sistema Ejecutivo del
Sistema Nacional de Seguridad, en México han ocurrido 165,220 asesinatos del
2007 a la fecha, y más de 26,240 personas desaparecidas. Hay que agregar los
secuestros, extorsiones y demás delitos de que son víctima las familias
mexicanas por las bandas del crimen organizado.
Las
cifras no decrecen sino que año con año
aumentan y se extienden a estados o regiones que hace poco tiempo se
consideraban seguras y pacíficas. La estrategia de seguridad no ha funcionado y
el sistema de justicia parece colapsado.
El
caso de Ambrosio Soto, alcalde de Pungarabato, Guerrero, que se atrevió a
denunciar públicamente la situación a la que han sido sometidos tanto
habitantes como autoridades de la Tierra Caliente, es emblemático porque en
lugar de conseguir justicia y respaldo fue asesinado. Acudió a las autoridades
locales y federales y en diciembre obtuvo medidas cautelares. Un pequeño
operativo de seguridad federal llegó a la región, y como ha ocurrido otras
veces, en pocos meses salió de la región
sin resolver nada, con el argumento que tenían que trasladarse a Oaxaca para
mantener a raya el movimiento magisterial.
Volvió
a denunciar amenazas y suplicó que regresara la seguridad para la gente a la
región. La respuesta fue el silencio. Al final, fue emboscado y asesinado y las
amenazas se cumplieron. La explicación del gobernador, fue otro de los muchos
desaciertos que lo han caracterizado, por viajar en horas inconvenientes y en
zona de alta peligrosidad. Como si la culpa fuera del muerto. Las
investigaciones a raíz del asesinato, buscan
sembrar sospechas sobre vínculos obscuros de la víctima, y de paso generar
especulaciones falsas sobre otros actores políticos. En lugar de atender las
denuncias se busca desacreditar a las víctimas para justificar, a priori, la
falta de resultados.
En
los últimos 10 años han sido asesinados 74 alcaldes. Cinco este año. Pocos se
han atrevido a denunciar como lo hizo Soto, y como ocurrió en 2013 con Ygnacio
López Mendoza, le costó la vida. Difícilmente otros alcaldes se atreverán a
denunciar, aún en circunstancias peores. Y si eso ocurre con las autoridades,
que son más visibles, todo puede ocurrir con los ciudadanos.
Si
se revisan las justificaciones de las autoridades, tanto federales como
locales, para explicar el aumento de la violencia, todas señalan la “disputa de
la plaza” entre cárteles. Lo que omiten decir, es que esa disputa es por el
control de todas las actividades ilícitas que hoy por hoy resultan más
lucrativas que el cultivo y tráfico de drogas, como el secuestro y la
extorsión, y que incluyen el sometimiento de las propias autoridades locales,
con actos de violencia indiscriminada que parecen cada vez más normales y que
desafían, una y otra vez, no solo a los grupos rivales sino al Estado Mexicano.
El
aumento de la violencia se debe a la descomposición social derivada de la
pobreza, la marginación, la falta de empleos y oportunidades para los jóvenes;
a la corrupción y a la impunidad y no a la disputa de plazas entre cárteles.
A
juzgar por los resultados, la estrategia de seguridad no ha funcionado y
mientras el gobierno no esté dispuesto a reconocer y cambiar, les será más
fácil culpar a los muertos.
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