Raúl
Zibechi.
ARGENTINA,
BA., 08 Diciembre 2015.- El fin del ciclo progresista implica la disolución de
las hegemonías y el comienzo de un periodo de dominaciones, de mayor represión
contra los sectores populares organizados. Hasta ahora hemos venido comentando
las causas del fin del ciclo; ahora habrá que empezar a comprender las consecuencias,
tremendas, nada halagüeñas, demoledoras en muchos casos.
La
reciente elección de Mauricio Macri como presidente argentino es un giro
derechista que está llamado a encender la llama del conflicto social. La
respuesta de la redacción del diario conservador La Nación a un editorial que
defiende abiertamente el terrorismo de Estado es una muestra de lo que se
viene, pero también de las resistencias que deberá afrontar el proyecto de la
derecha tradicional.
No
estamos ante un retorno a la década de 1990, neoliberal y privatizadora, porque
los de abajo están en otra situación, más organizados, con mayor autoestima y
conocimiento del modelo que sufren y, sobre todo, con mayor capacidad de
enfrentar a los poderosos. Las experiencias colectivas no suceden en vano,
dejan huellas profundas, saberes y modos de hacer que en esta nueva etapa
jugarán un papel decisivo en la necesaria resistencia a las nuevas derechas.
El
periodo que se abre en toda la región sudamericana, donde el presidente Rafael
Correa ya anunció que no aspira a su relección, será de mayor inestabilidad
económica, social y política; de injerencia creciente del militarismo del
Pentágono; de nuevas dificultades para la integración regional, que ya
atravesaba serias dificultades; de deterioro de las condiciones de vida de los
sectores populares, cuyos ingresos comenzaron a erosionarse en los dos últimos
años.
En
este nuevo clima, encuentro algunas cuestiones centrales:
La
primera es que no habrá fuerzas políticas capaces de gobernar con un mínimo
consenso, como el que habían conseguido los gobiernos progresistas en su
primera etapa. No habrá consenso en gobiernos como los de Macri; pero conviene
recordar que la hegemonía lulista se quebró bajo el segundo mandato de Dilma
Rousseff, así como bajo los gobiernos de Tabaré Vázquez, Correa y Maduro,
aunque las causas son distintas.
Cuando
se desvanece la hegemonía, se imponen las lógicas de la dominación, lo que nos
lleva directamente a la exacerbación de los conflictos de clase, género,
generación y raza-etnia. La triada dominación-conflictos-represión afectará (ya
está afectando) a las mujeres y los jóvenes de los sectores populares,
principales víctimas del viraje sistémico a la derecha.
La
segunda cuestión a tener en cuenta es que el modelo económico-político es más
importante y decisivo que las personas que lo conducen y administran. En las
izquierdas aún tenemos una cultura política muy centrada en caudillos y
dirigentes, que sin duda son importantes, pero no pueden ir más allá de los
límites estructurales que les impone el modelo. El extractivismo es el gran
responsable de la crisis que atraviesa la región, de la erosión que sufren los
gobiernos y, en resumidas cuentas, es la razón de fondo que explica el viraje a
la derecha de las sociedades.
A
diferencia del modelo de industrialización por sustitución de importaciones,
que generaba inclusión y promovía el ascenso social, el actual modelo
extractivo genera polarización social y económica, genera conflictos por los
bienes comunes y destruye el medio ambiente. Por lo tanto, es un modelo que
genera violencia, criminalización de la pobreza y militarización de las
sociedades y los territorios en resistencia.
La
incapacidad de los progresismos para salir del modelo extractivo y la expresa
voluntad de las nuevas derechas de profundizarlo auguran tiempos de dolor para
los pueblos. La reciente tragedia en Mariana (Minas Gerais) por la rotura de
dos represas de la minera Vale, que provocó un gigantesco tsunami de lodo que
está arrasando sembrados y pueblos enteros, es una pequeña muestra de lo que
nos aguarda si no se pone coto al modelo minero-soyero-especulador.
En
tercer lugar, el fin del ciclo progresista supone el retorno de los movimientos
antisistémicos al centro del escenario político, del que habían estado
apartados por la centralidad de la disputa entre los gobiernos y la oposición
conservadora. Pero los movimientos que se están activando no son los mismos, ni
tienen los mismos modos de organizarse y de hacer, que los que protagonizaron
las luchas de los 90.
El
movimiento piquetero ya no existe, aunque dejó profundas huellas y enseñanzas,
y un sector organizado que trabaja en las villas en las grandes ciudades, con
iniciativas de nuevo tipo como los bachilleratos populares y las casas de las
mujeres. Los movimientos campesinos, como los Sin Tierra, han sido
transformados por la expansión geométrica de la soya, pero surgen nuevos
sujetos, más complejos y diversos, donde participan vecinos de pueblos
afectados por la minería o los agrotóxicos, y una amplia gana de profesionales
de la salud, la educación y los medios.
La
impresión es que estamos asistiendo a nuevas articulaciones, sobre todo en las
grandes ciudades, donde las demandas de más democracia e igualdad desbordan los
cauces de los partidos y sindicatos, pero también de los movimientos de la
década neoliberal privatizadora.
Por
último, el ciclo progresista debe saldarse con un análisis sereno de los
errores cometidos por los movimientos. Sería desmoralizante que en el próximo
ciclo de luchas se repitieran los mismos deslices que han afectado la autonomía
en estos años. Es probable que la dificultad mayor a enfrentar consista en
saber adecuar la doble actividad de los movimientos: la lucha contra el modelo
(la defensa de los espacios propios, la movilización y la formación) y la
creación en cada nivel posible de lo nuevo (salud, producción, techo, tierra,
educación).
Mientras
la acción de calle nos permite detener las ofensivas del arriba, las creaciones
nuevas son pasos en la autonomía. Son los modos que aprendimos para continuar
navegando en las tormentas.
Social Plugin