Alicia
salió de La Concordia para morir en el hospital de Ayutla. Ahí la llevaron sus
papás porque llevaba tres semanas con fiebre y en su pueblo no encontraron
medicinas ni médico. Aquí los niños se mueren por tuberculosis, sarampión y
diarrea.
En
la Concordia son comunes las enfermedades respiratorias y gastrointestinales.
El centro de salud que tiene la comunidad se cierra los viernes a partir de las
tres de la tarde. Un médico y un enfermero dejan la comunidad los fines de
semanas.
El
domingo 22 de noviembre, Minerva llevó a su hija Alicia al hospital de Ayutla.
Sin hablar el español, ni siquiera un traductor tuvo; ingresó a su hija para
que la atendieran, pero les dijeron que era imposible salvarla. Horas después
murió. Ese mismo día comenzó la preocupación–ahora necesitaba mil doscientos
pesos para regresar a La Concordia para el sepelio.
En
el pueblo ñuu savi, La Concordia, le falta de todo: medicinas, agua potable,
transporte, servicio de telefonía y alimentos. Los lugareños tienen que bajar a
Ayutla a comprar lo necesario; lo hacen a las 5:00 de la madrugada y regresan a
las dos de la tarde. Son los horarios en que las dos camionetas bajan a la
plaza.
“Desde
hace dos meses que salimos de la contingencia de la Chikungunya, se nos agotó
el Paracetamol, pero aún no nos surten. Estamos sin medicinas”, dijo el
enfermero Luis Antonio, que atiende a por lo menos cinco comunidades más aparte
de La Concordia.
Agrega:
“Fíjate que lo que más faltan son las medicinas. La gente viene y no tenemos,
además de que no tenemos material de curación”.
La persecución en
muchas formas
En
la zona indígena de Ayutla de los Libres la persecución en contra de los
líderes comunitarios se agudizó desde 1998. El 15 de abril de 1998 y el 11 de
julio del 2001, catorce hombres Me´phaa (tlapanecos) de El Camalote, fueron
cooptados por la brigada sanitaria, integrada por el médico general operativo,
Ernesto Guzmán León, el promotor médico, Rafael Almazán Solís y la enfermera,
Mayra Ramos Benito, quienes prometieron ayudas gubernamentales (una clínica,
médico, medicamentos, despensas, ropa, cobijas, vivienda y becas) a cambio de
que aceptaran esterilizarse.
No
es el único caso. El Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan
documentó otros hechos en las comunidades de La Fátima, Ojo de Agua y Ocotlán.
También del municipio de Ayutla de los Libres, otros 16 indígenas na savi
(mixtecos) fueron convencidos para practicarse la vasectomía, bajo el mismo
método de promesas y engaños.
En
El Charco, el 7 de junio de 1998, soldados del 48 Batallón de Infantería
asesinaron a 10 indígenas na savi y un estudiante de la Universidad Nacional
Autónoma de México (UNAM). Ahí estaban varios líderes y comisarios de las
comunidades. Los militares dijeron que los que estaban en la escuela de esa
comunidad eran de un grupo armado.
En
febrero y marzo de 2002, soldados del 41 Batallón de Infantería ultrajaron a
Inés Fernández Barranca Bejuco y Valentina Rosendo Cantú de Barranca Tecuani,
ambas indígena me’phaa. Sus casos llegaron a la Corte Interamericana de
Derechos Humanos.
El
13 de febrero de 2009, Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas fueron levantados
por tres sujetos con armas largas, quienes llegaron gritando “policía”. Sus
cuerpos aparecieron ocho días después con huellas de tortura y tiro de gracia.
Raúl
Hernández Abundio fue detenido en un operativo de policías de la Agencia
Federal de Investigación el 17 de abril de 2008 y recluido en la cárcel municipal de Ayutla.
A
Bernardino García Francisco lo detuvieron soldados del 48 Batallón de
Infantería, el 20 de agosto de 2013; después de dos meses también fue
aprehendido Arturo Campos Herrera en Chilpancingo. Ambos líderes fundaron la
policía comunitaria después de cumplir con las formalidades de la Coordinadora
Regional de Autoridades Comunitaria en la asamblea regional de La Concordia.
Después
de El Charco, más de 20 líderes comunitarios han sido asesinados, se ha
encarcelado a tres más y 30 fueron esterilizados.
En
La Concordia, se hizo la asamblea regional para fundar la policía comunitaria
el 20 de diciembre de 2012. Heladio Pedro Morales, dice que desde esa fecha
recobraron la seguridad en la región. Que antes, los militares subían cada
semana a las comunidades, pero había asaltos y asesinatos a plena luz del día.
Desde
que detuvieron a Bernardino y a Arturo, ya no suben, “pero nosotros estamos
bien porque hay seguridad que nosotros mismos hemos implementado”, dice entre
risas y manoteo mientras sostiene la plática.
El camino a
Concordia
Llegar
a La Concordia, municipio de Ayutla de los Libres, hay que hacerlo por la única
carretera que tienen. De la cabecera a El Paraíso se hace una hora, y de ahí
inicia la terracería. Si uno corre con suerte, lo hace en camioneta o de lo
contrario hacerlo a pie, dos horas de camino.
En
el sitio de Ayutla, llegan transportistas locales a ofrecer sus servicios.
Cobran ochocientos pesos por viaje. Los campesinos en algunos casos se cooperan
para pagar el viaje o a veces se quedan mirando nomás, porque dependen de la
venta de sus productos que bajan a vender o intercambiar por insumos de primera
necesidad.
Aquí
vive una población de 997 personas, 473 hombres y 524 mujeres. De todos los
vecinos solo una tercera parte asistió a una escuela, 249 no tienen ninguna
escolaridad, 219 tienen una escolaridad incompleta y 28 tienen una escolaridad
básica. El centro de salud que tiene La Concordia atiende a cinco pueblos más: El Coyul, El Coquillo, La Palma, San
Felipe y El Mesón.
Cuando
un habitante se enferma tiene que caminar de una a dos horas para llegar a la
clínica, y si no encuentra al médico tiene que ir a Ayutla. En muchos de los
casos, se les entrega una receta para comprar medicinas. En cualquiera de los
casos tienen que desembolsar de doscientos a mil pesos en pasaje, más la compra
de medicamentos.
“Aquí
no hay nada, te puedes morir de la noche a la mañana porque no hay medicinas ni
doctor”, dice Heladio Pedro Morales, mientras toma su refresco.
Los
pobladores sobreviven de la agricultura, siembra de maíz, frijol y caña, que
son la fuente del ingreso familiar.
Agrega
Morales, “Acá, somos más autogestivos, si no fuera por el cañaveral y el
frijol, creo que ya nos hubiéramos muertos de hambre. Tenemos dinero por el
piloncillo que vendemos en Ayutla, aunque lo pagan a precio bastante
irrisorio”.
“Aquí no tenemos
nada”
Sentado
en la única mesa que ocupa la comisaría municipal de El Coquillo, el comisario
Elpidio Castro habla con el reportero en su lengua materna; él nunca fue a una
escuela para aprender a leer y escribir.
“La
única obra fue la construcción de la comisaría en 2004. De ahí no hemos tenido
nada. Aquí no hay apoyo del gobierno, municipal, estatal y federal, estamos
abandonados, la carretera se rastrea cada año, de ahí no pasa”, dice mientras
ordena sus documentos.
Para
llegar a El Coquillo no hay otra forma si no es caminando. De La Concordia a
este poblado se hace dos horas a pie, primero se hace entre el cañaveral
abundante que adorna el camino, luego empieza a subir como serpiente en la
falda de los cerros. A los lados de la brecha se observan cultivos de frijol y
maíz; casi entrando a la comunidad huele a pino por los árboles alrededor que
lucen frondosos y sirven de sombra.
Aquí
trabajan dos profesores que atienden a grupos multigrados de 47 niños. Todos
llegan a clases descalzos y con uniformes desgastados que usan durante todo el
periodo escolar.
Los
de El Coquillo tienen que bajar a La Concordia cuando se enferman, y de ahí a
Ayutla, depende de la suerte del día. Cuando venden sus cosechas tienen que
salir del poblado a las 2 de madrugada para alcanzar transporte a la cabecera
municipal.
“Aquí
somos pacíficos, no es necesario la policía comunitaria, además no alcanzamos
para cubrir con los cargos. De por sí somos pocos, de los cuales nos dividimos
en mayordomía, comités de escuelas y cargos en la iglesia”, reseña el
comisario.
Acá,
las mujeres solo tienen participación en el comité de salud del programa
asistencialista Prospera. En la toma de decisión comunitaria las mujeres son
excluidas, mientras que la edad para casarse es a partir de los 15 años, cuando
se van con el novio o este la pide.
La
mamá más joven de El Coquillo es de 16 años, tuvo una niña. Ella y su esposo
son padres adolescentes que se juntaron jóvenes.
“No
tenemos nada, aquí no hay comedor que se instalaron por la Cruzada contra el
Hambre, esos solo en la Concordia. Como ves, no hay transporte, menos vamos a
tener telefonía, agua potable, centro de salud. Apenas si tenemos dos tienditas
que nos venden lo necesario”, dice el secretario de la comisaría, Ignacio
Juárez de los Santos, que a la vez sirve de intérprete del comisario.
Tuberculosis, la
enfermedad de la pobreza extrema
María
Luisa camina y junta quelites entre el cañaveral que guisará para la comida.
Mientras da sus vueltas se detiene para platicar con el reportero en la lengua
materna que comparten. Cerca de ahí se oye el cantar de los gallos y el ladrido
de los perros que dan vida a El Coyul, pueblo de apenas 200 habitantes. Entre
las casuchas se observa la comisaría, una escuela y la iglesia.
En
esta comunidad dos mujeres se enfermaron desde hace años de tuberculosis, pero
no han tenido tratamiento adecuado. A María Laureana de la Cruz le dijeron en
el hospital de Ayutla que no tienen medicamentos. Eso sí, le entregaron una
receta para comprar en la farmacia, cuando pueda bajar a vender sus frijoles y
panela.
María
Luisa dice que ella cuida sus chivos todos los días porque son los únicos que
tienen de valor, de ahí unas gallinas y unos puercos que tiene en su casa.
Voltea a ver las cañas y sonríe, “pronto tendremos trabajo porque ya viene la
molienda de la caña. En una semana más, estaremos haciendo panela para vender”.
Después
de platicar con la señora, llego a la casa de Patricio Gaudencio Porfirio y nos
sentamos a platicar. Cuando oye de medicinas o médico, una sonrisa se le dibuja
y aprovecha para encomendar al reportero que diga que en su pueblo la gente se
enferma porque no hay médicos ni medicinas.
“¿Cómo
le hacen para viajar a Ayutla en temporada de lluvia?”, le pregunto en tu’un
savi (Mixeco).
“Cuando
llueve pues nos quedamos en la casa. Acá es más fácil morir de la enfermedad
porque no hay transporte. Además, los transportistas no hacen el viaje porque
el camino se pone muy feo”, contesta
entre preocupación.
A
la plática se une María Laureana, que entre tos y tos intenta decir que ella no
es la única que tiene esa rara enfermedad, sino que hay otra persona. “Cándida
Marcelina Sabino tiene la misma tos. Ya fuimos al médico pero nomás dicen que
estamos bien, aunque la maestra de mi hijo dice que tengo tuberculosis. Hay
veces que tengo calentura y dolor de cabeza, pero con medicina casera se me
quita”.
Aún
no termina de explicar cómo prepara su brebaje cuando Patricio retoma la
plática. Ahora se queja de cuando el presidente municipal, Severo Castro
Godínez, mandó a asfaltar la carretera Ayutla-La Concordia. “Empezaron a
rastrear el camino en tiempo de lluvia, lo que hacían en el día se desmoronaba
en la noche con la lluvia, así estuvieron y nunca terminaron de pavimentar el
camino”.
Agrega,
“Aquí siempre nos han engañado, cuando el ex gobernador Ángel Aguirre Rivero
andaba en campaña electoral, nos prometió que una vez que ganara la gubernatura
vendría de nuevo para hacer la carretera de La Concordia a San Luis Acatlán,
pero nunca vino y tampoco se hizo el anunciado camino”.
Minerva
Emiliano Porfirio observa la foto de su hija Alicia, de seis años, fallecida a
causa de tuberculosis que la atacó. “Mi hija, la mató la pobreza. No tuvimos
dinero para comprarle sus tratamiento y en el centro de salud nos dijeron que
no había medicinas. El domingo que se puso grave la llevamos a Ayutla pero no
sirvió de nada–nomás la llevamos a morir”, dice con voz entrecortada.
“Mi hija, la mató la
pobreza”, Minerva Emiliano Porfirio, madre de Alicia, 6 años
En
la casa de Minerva lo único que se respira es el abandono. El resto de los
hermanos menores de Alicia traen panza abultada, todos andan descalzo, ni siquiera tienen
petate para dormir. Aquí la miseria cala hasta los huesos, y más si uno presta
atención a la plática de su esposo, Cristino García Ceferino.
“Vendimos
el frijol y maíz a tiempo, a la hora de cosechar vamos a entregar todo lo que
levantemos porque debemos mucho dinero. Además vendí mis caballos y puercos,
estamos en la peor miseria”, narra.
Antes
de que se olvide de su hija, Minerva retoma la plática. Dice que ella se
enfermó y que la llevaron a Acapulco, donde estuvo internada por diez días.
Corre a su cuarto, tarda unos minutos y regresa con una hoja en la mano. Es la
referencia médica de cuando salió del hospital.
En
el documento se lee que Minerva ingresó al hospital por aborto séptico, además
le diagnosticaron probable diabetes mellitus. “Gastamos mucho dinero allá,
cerca de 18 mil pesos. De ahí mi esposo vendió todo lo que teníamos”.
Agrega,
“Por eso cuando se puso muy mal mi hija, ya no supimos qué hacer. Vendí mis
pollos para juntar mil pesos para pagar la camioneta que nos llevó, pero mi
hija ya no resistió. Murió en la noche en que la internamos. Después buscamos
quién nos apoyara con mil doscientos para traerla de regreso”.
Cristino
y Minerva vendieron todo, hasta la casa y el solar. Ahora viven arrimados con
el hermano de Cristino, una casita que no tiene drenaje ni piso. A la precaria
vivienda le falta de todo. Ahora tienen que trabajar para pagar los casi 30 mil
pesos que pidieron prestado, para la curación de Minerva y los gastos fúnebre
de Alicia.
Kau
Sirenio Pioquinto, (Cuanacaxtitlán, Guerrero), periodista ñuu savi (indígena).
Fue reportero del periódico El Sur de Acapulco y La Jornada Guerrero, locutor
de programa bilingüe Tatyi Savi (voz de la lluvia) en Radio y Televisión de
Guerrero y radio Universidad Autónoma de Guerrero XEUAG en lengua tu’un savi.
Actualmente es reportero del semanario
Trinchera.
Social Plugin