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Lo público y lo privado: Caso TV UNAM

Nexos. 

CIUDAD DE MÉXICO, 04 Septiembre 2016.- Hoy es de necios discutir que la diversidad de opiniones y puntos de vista es una peculiaridad de sociedades libres y de regímenes democráticos que se fundamentan en el diálogo y en el debate; en la deliberación, en la circulación de ideas y, también, en la controversia de las mismas. El acceso a la información y la libertad de expresión son dos baluartes que garantizan la preservación del Estado de derecho.
Cuando en la prensa las personas defienden su derecho a discernir y a expresar un punto de vista contario al de la mayoría no están haciendo otra cosa que defender su libertad de opinión.
El ahora ex director de TV UNAM, Nicolás Alvarado, al denostar la imagen y vilipendiar a Juan Gabriel en un artículo en el que lo llama, indirectamente, “naco” y “joto” (Milenio, 30 de agosto de 2016), no hizo sino ejercer su derecho a opinar y a decir lo que piensa: que él es uno de los “poquísimos mexicanos que no asumen a Juan Gabriel como un ídolo”.
Es muy probable que Alvarado se equivoque y que no haya tan “poquísimos” como él piensa y como se jacta en creer, pero ese es otro asunto. Cuando Martha Debayle afirmó a una revista que ella no hacía radio para “jodidos” —por más que quiso justificarlo y acto seguido dijo que hacía radio para “gente de primera” y que eso no tenía ninguna relación con el nivel socioeconómico—, la conductora estaba defendiendo una postura permitida por la democracia en la que vivimos (o creemos vivir).
Cuando Miguel Herrera hizo anuncios para el Partido Verde, el entrenador de fútbol estaba ejerciendo su derecho de creencia en un partido político por el que se sentía representado. La comparación entre Alvarado, Debayle y Herrera no es gratuita. En los primeros dos, además, hay un clasismo evidente.
Un clasismo que, afortunadamente —y lo escribo sin sorna—, los medios de comunicación son libres de divulgar. Hasta aquí, no debería de haber ningún debate. Pero lo hay, por una razón muy simple, que a algunos, o les parece insignificante, o de forma tramposa quieren maquillar confundiendo peras con manzanas.
No es este el espacio para abordar de manera profunda las implicaciones y connotaciones que lo público y lo privado tiene en la vida diaria y en los medios de comunicación. Bastaría con decir que la vida privada de los hombres públicos, si bien existe, tiene restricciones evidentes.
Cuando el presidente francés, François Hollande, fue pillado en una scooter para ir a ver a su amante a altas horas de la noche, en París, hubo algunos desinformados que defendieron el derecho de Hollande de hacer con su vida “privada” lo que quisiera.
Esos desinformados desdeñaron el hecho de que las actividades de un presidente en funciones son de escrutinio público.
Lo que hace Hollande con su amante, no debería ser asunto público ni interesarnos siquiera, pero ponerse en riesgo en la vía pública y poner en riesgo a una nación entera por manejar una scooter en la noche para visitar a su mamá, a una puta o a su amante, es información vital que debe ser pública, que debe ser conocida por todos, empezando por los franceses, y que, por tanto, debe ser analizada y, en su caso, censurada. Periodistas, académicos y políticos siguen sin abordar de manera rigurosa la función, obligaciones y responsabilidades del hombre público.
El caso que nos ocupa, las declaraciones de Alvarado, son graves no por el menosprecio con el que escribió y la torpeza con la que lo hizo —su derecho a ser vulgar y pedante no debería ni siquiera ser tema de debate; sus gustos, fobias y filias, tampoco—; lo son, porque es una figura pública que vive del erario público, que dirige (dirigía, ya) un canal universitario y, por tanto, está sujeto a derechos y obligaciones.
El caso de Miguel Herrara es similar: un representante de una selección nacional no puede hacer proselitismo, precisamente porque representa a un país no a un partido político. No es así en el caso de Debayle.
La comunicadora es libre de pensar y menospreciar a su público y a sus trabajadores. Es de los dueños de la emisora de radio a quienes le corresponde actuar, no a los ciudadanos.
Si Debayle fuera la directora de TV UNAM o la directora técnica de fútbol de la selección, entonces, lógicamente, sus palabras tendrían que pasar por un filtro de análisis, dado que ocuparía un cargo público o una representación nacional.
No es el caso, pero sí el de Alvarado que recibió dinero tuyo y mío para dirigir una televisora, y por tanto, lo que diga y haga no puede entenderse “a ti título personal” y debe ser leído con lupa.
Eso es lo que los defensores de la libertad de expresión no han comprendido en pleno siglo XXI: que el acceso a la información —y la libertad de expresión tienen límites—: “Aunque las pretensiones al derecho del público a la información son simbólicamente muy atractivas, el reconocimiento de un derecho no significa que el individuo tenga el derecho a ejercer ese derecho en todas las ocasiones.
Cuando el individuo reclama el derecho a la información, queda todavía por delante la tarea de determinar la legitimidad de esas pretensiones con respecto a otras legales, morales y políticas, que quizá compitan con ellas”.1 Sucede exactamente lo mismo con la libertad de expresión.
La reacción social contra el artículo del ex director de TV UNAM no puede menospreciarse. En la era de la hiperconexión y del linchamiento virtual, es fundamental argumentar nuestras opiniones.
El linchamiento no es sano, pero transparentar el comportamiento de quienes reciben dinero de nuestros impuestos sí lo es.
En un país en el que es común que ratifiquen a tipos que se pasean con su novia en un evento deportivo al que van pagados por todos los mexicanos, resulta sorprendente que un servidor público renuncie o “lo renuncien”.
Oficialmente, Alvarado, tan libre de decir lo que piensa, prefirió la renuncia al despido, aunque sus defensores en los medios de comunicación hablan como si lo hubieran despedido, y no hubiese sido él quien escribió su carta de renuncia que se divulgó en la prensa. En última instancia, nadie lo echó de su cargo por no comprender sus limitaciones como hombre público: fue él quien decidió irse.

Ante tanta confusión, dobles morales y discursos dobles donde se contradicen el fondo y la forma, sería aconsejable comenzar a estudiar de verdad el significado de “hombre público”, de “recursos públicos”, de “corrupción”, de “libertad de expresión” y de las diferencias “entre derecho a la información” y “derecho de acceso a la información”, temas todos ellos que se siguen abordando de forma maniquea y en los que en México seguimos en pañales.