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Guerrero se hunde en un abismo profundo y negro. Un abismo de pobreza, violencia y muerte.

Lo peor es que a nadie parece importarle.

CIUDAD DE MÉXICO, DF., 12 Agosto 2015.- En lo que va del año, la entidad registra casi mil asesinatos, los mismos que se produjeron en todo 2013, cuando Guerrero debutó como el estado más violento del país. A este ritmo, 2015 podría terminar con mil 500 homicidios dolosos. Una locura.
Prácticamente no hay región del estado que esté libre de saña. La estela de sangre va de Tierra Caliente a Costa Chica, y de La Montaña a Costa Grande.
Acapulco se ha vuelto la ciudad más peligrosa del país y una de las más peligrosas del mundo. Durante el mes de junio mataron allí a 62 personas. Del 15 de julio a la fecha, ha habido 83 homicidios.
Escriba el nombre del puerto en cualquier buscador de noticias y lo que brincará es la ola de asesinatos que azota a un lugar que, por otras razones y en otros tiempos, dio renombre a México a nivel internacional.
La disputa del territorio entre bandas rivales de la delincuencia parece estar detrás de la violencia.
Lo que hasta hace pocos años era un enfrentamiento de dos grandes polos delincuenciales –los cárteles del Pacífico y del Golfo– ahora es una guerra en la que el número de participantes rebasa fácilmente la veintena.
Están, por supuesto, los Guerreros Unidos, los Rojos y los Ardillos, que se han dado a conocer a nivel nacional por hechos tan terribles como las desapariciones de Iguala y Chilapa, pero la lista no se detiene ahí. Están también el Cártel Independiente de Acapulco, el Nuevo Cártel de la Sierra, La Nueva Empresa, Los Granados, y las bandas de El Tigre y El Solano, entre otras. También ha incursionado ya el Cártel Jalisco Nueva Generación y hay presencia de lo que queda de La Familia Michoacana.
La situación ha llegado a tal grado que el propio gobernador sustituto, Rogelio Ortega Martínez, reconoció a finales de julio que “nada es suficiente para la magnitud del problema que tenemos con la incidencia de las bandas delincuenciales”.
Unos días antes, ante la Comisión Permanente, Ortega dijo que la situación de desastre financiero de la entidad –causada, según él, por las protestas magisteriales– hacía que lo más viable para Guerrero sería dar por concluido anticipadamente el actual periodo de gobierno y adelantar la toma de posesión del gobernador electo Héctor Astudillo.
Imagínese lo que le espera a Guerrero en las seis semanas que faltan para el cambio de Poderes.
Y no es que todo vaya a componerse en cuanto Ortega pueda tirar la toalla legalmente. Pero es previsible que en el actual periodo de transición, en el que no parece haber autoridad a cargo de nada, las cosas simplemente se pongan peor.
Las noticias de las últimas horas resultan escalofriantes:  los asesinatos en las colonias acapulqueñas Emiliano Zapata, Costa Azul y Renacimiento, así como al descubrimiento de una fosa clandestina en la colonia Alta Cuauhtémoc, del mismo puerto, hay que sumar la retención de una veintena de personas de la comunidad de San Antonio Cayahuacán, del municipio de Olinalá, por un conflicto entre la policía comunitaria de ese lugar y la organización Antorcha Campesina.
Y aunque ese último hecho terminó sin situaciones que lamentar, sí es deplorable cómo se resuelven las cosas en un lugar donde reina el desgobierno. La vida humana se ha convertido en una mera prenda.
Por si fuera poco, el sábado pasado fue encontrado muerto, a bordo del taxi que manejaba, Miguel Ángel Jiménez, el comandante de la policía comunitaria de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG).
El año pasado, a partir de los hechos de Iguala, Jiménez había liderado la búsqueda de cuerpos enterrados en forma clandestina en ese y otros municipios del norte de Guerrero.
Gracias a su labor, fueron encontrados 104 cuerpos, lo que permitió a muchas familias de desaparecidos saber qué había pasado con sus seres queridos. Con el homicidio de Jiménez, incluso esa esperanza parece haberse esfumado.


Pascal Beltrán / Excélsior